domingo, 25 de abril de 2010

Aunque atrasado, ¡Día del libro!

¡Hey! La gente que me visita a veces, sabe que soy un tipo que regularmente anda un poco desfasado con las fechas, pero que de los casi tres años de vida que tiene este espacio, nunca he dejado de comentar el día del libro.
Había empezado a escribir una entrada para ello, más teórica que en otros años, pero las cosas de la semana me impidieron publicarla. Aquí está, atrasada, pero mucho menos teórica. Ruego disculpar la demora, pero no quería quedarme con la deuda.

Tengo lo que no tienes, te lo doy, si lo quieres.

Hoy, mientras estábamos en clases de literatura, me pasé un rollo ya viejo en mi vida, pero siempre vigente. Hablábamos del rol del profesor al forjar hábitos lectores; hablábamos de lo importante que son los pares al poner en diálogo una novela y de la relevancia que dichas recomendaciones pueden tener a futuro en la formación de un lector. Así, mientras transcurría la clase, pensé en algunas prácticas que a mí al menos me han empujado a amar leer.
No quiero transformar este post en una egocéntrica biografía; quiero en realidad, comentar cómo cierta práctica, olvidada y reflotada muy poco, que ya mencionaré se ha constituido hoy en un motivo de reflexión, por las implicancias que creo tiene en la educación.

I. Aproximación al código (amor/odio)
Sé que para muchos, el acceso al código es complejo y que algunas veces, determina la posterior disposición a leer. Pero he descubierto, ya crecido, la felicidad que le produce a alguien más grande, acceder a la lectura. Creo que ese es el reconocimiento más grande que obtiene alguien que alfabetiza, esa chispa que se enciende, esa mirada desconcertada que se llena, ese ¡“aaahh!” de asentimiento, que surge como preludio de muchas otras exclamaciones.
Por mi parte, recuerdo que en primera instancia, sufrí mucho con el Braille. ¡Cómo olvidar esas primeras clases, en que el código se resistía, los dedos me sudaban y el mar de puntos no quería adoptar Ningún significado!
Fueron tiempos raros, porque yo mismo no entendía la razón de que se me resistiese tanto y la frustración era bien grande, pues ansiaba acceder yo mismo a los cuentos que me leían con tanta buena onda cuando era más chico. Recuerdo que me cuestioné mucho; que dudé de la posibilidad de ser capaz de leer. Por ello y casi como un ejercicio de autovalidación, comencé a acudir diariamente a la biblioteca del colegio y los dedos se me quedaron planos de tanto pasearse por páginas anticuadas y cada vez más borrosas, de tanto no ser leídas. Con cariño recuerdo a esa bibliotecaria menuda y sagaz que me escuchaba, recomendaba y que muchas veces me contuvo cuando mi curiosidad de niño insaciable me llevó a leer cosas menos digeribles. No olvidaré nunca la impresión que me provocó leer “El ruiseñor y la rosa” porque aún cuando yo sabía del desamor y de las penas que esto produce, verlo graficado con tanta emoción, incluso en la pena y la muerte, me produjo un impacto que no olvidaré.
Fueron años de andar con la mochila siempre cargada, llena de los libracos más inverosímiles. “cien años de soledad” “martín Rivas” “el coronel no tiene quien le escriba” fueron acompañantes de las lentas tardes de internado (cuando no estaba haciendo desorden con amigos) y de las noches, también de internado, cuando furtivamente sacaba mi librotte y leía suavemente, intentando no hacer ruido al pasar las páginas.
Sin duda, la época más romántica de mi relación con leer. Ese olor a viejo de los libros, esos puntos que se resistían a veces, por lo usados, ese sonido rico y gratificante que produce un libro al cerrarse cuando la historia ha terminado, como para no olvidar.
Alguna que otra vez me tocó leer en voz alta para mis compañeros y mi poca pericia con el código no me impidió hacer que ellos disfrutaran un poco, casi como yo lo hacía con la lectura en voz alta.
Fue entonces cuando se me ocurrió sugerir a mis amigos, compañeros de habitación que nos contáramos cuentos todas las noches, para gozo de todos. Funcionó más o menos, pero contar cuentos se volvió una práctica esperada y divertida que duró algún tiempo.

II. Primeros coqueteos

“Pero también es cierto, que cada lector tiene su tiempo, que los libros eligen y que no poder hacerlo antes, no es una razón que te impida volver a intentarlo hasta que resulte”.
Por esos años, me enteré de que un tío querido, que descansa ya en paz, me inscribió en lo que ahora se llama “corporación para ciegos” lugar del que ya hemos hablado. Allí habían muchos más libros, acordes con la edad que tenía entonces. Fue el momento de catetear a mis padres para que me trajeran semanalmente un libro. Recuerdo con cariño esas noches en casa, con la radio bajita, escuchando cuentos de terror, “Papelucho en sus distintas aventuras, detectives y piratas, y muchos otros. Casi no veía tele, pero mentiría si dijera que fue reemplazada por los libros. Siempre he sido un férreo opositor a la dicotomía, pues creo mucho más en la síntesis de los medios al momento de educar a un niño.
Supongo que comenzaba a gestarse mi amor por la lectura en voz alta. No olvidaré las voces amigas que acompañaron esos años. Más adelante tendría la oportunidad de conocer a quienes grababan para nosotros, pero mientras eso no sucedió, ocuparon el espacio reservado para esas figuras medio inalcanzables, típicas del imaginario de los adolescentes en formación. No abandoné el Braille, por supuesto, pero era mucho más rápido leer del otro modo.
No quiero reducirlo a una cuestión de velocidad, pero retomaré este punto más adelante.

III. Universidad, JAWS y un secreto.

“¡Hey! Que vislumbramos sólo destellos”
Por esos años, yo me decía un lector amante, con serias inclinaciones al terror, la literatura infantil y ciencia ficción. King, García Márquez, Tolkien, Bradbury y Doyle ocupaban los sitiales de favoritos, sin discusión. No obstante, al entrar a la educación superior la cosa cambió en forma diametral.
Entrar a la universidad supuso también aproximarse a los libros de modo diferente. Había que leer artículos, había que presentarse con los deberes hechos en cada sesión de clases. La práctica de leer se volvió más que romántica, compleja. Mi madre adquirió un rol fundamental, al igual que mi grupo de amigas, quienes durante largas tardes y noches más largas aún, me leían textos, luchando contra el sueño y la incomprensión que nos sobrevenía a veces, al no encontrar guía en los pasadizos de la interpretación y la teoría literaria.
Por esos años, aprendí a hacerme un adicto a Internet, msn y esas cosas y entre ellas, apareció una nueva oportunidad. “Pero Remus, hay libros digitales”
Fue la bomba. En forma literal. Aprendí a amar la voz del Jaws, mi lector de pantalla; aprendí a buscar mis autores favoritos; aprendí que podía llevarme en cassettes grabados con una pequeña radio pegada al computador, todos los libros que quisiese, pero aprendí, casi dolorosamente, que había mucho más, que las pequeñas bibliotecas, acogedoras de mis curiosidades lectoras iniciales, daban lugar a un universo gigante e inesperado al que yo estaba entrando cautelosamente. Ensayos, textos teóricos, bizarras novelas que nadie conocía, fans fictions, el diario, blogs y crónicas. Todo ahí; como sonriendo burlonamente por mi poca experiencia.
Hice lo que tenía que hacer y leí, leí cuanto pude, sólo para descubrir que sigue habiendo más aún que mirar y que aún con los medios de los que disponemos hoy, el acceso a la información para personas ciegas, sigue siendo limitado.
Hoy ya no uso cassettes, leo mucho menos en braille, pero leo mucho más. He optado por la lectura en voz alta, ya sea por medio del Jaws o por medio de personas amables que quieran compartir tardes conmigo y los libros.
Con diversos géneros, con diversos resultados, los libros han permanecido, porque ese es el secreto, ellos quedan y se resisten a la falta de tiempo, a los altos impuestos, a las políticas gubernamentales fallidas. Si encuentran a un lector, nunca en la vida lo sueltan. El agarre de la literatura es sensualmente nuevo cada día y su encanto perdura en la medida en que uno mismo se deje agarrar y seducir.

IV El viejo amor
Como seguramente habrán comprobado, aún no me refiero a aquella práctica de la que hablé al inicio. Es leer, claramente, pero leer en voz alta.
Leer siempre supone que el lector establece una relación con el texto; una relación que lo involucra, que pone en juego su experiencia cultural, pero también su emocionalidad frente al texto. Cuando leemos en voz alta para alguien, el vínculo se abre, con el fin de ofrecer a otro una síntesis de lo intelectual y emocional que el texto nos produce.
De igual modo, el que oye atento, suspende temporalmente el sentido de la vista, inhibidor por excelencia, y permite que lo empape la emoción de quien está leyendo. El que oye percibe emociones, percibe el código en su forma y musicalidad, y quizá más importante aún, genera un vínculo emocional con quien está leyendo para él.
Es bien conocida la importancia que tiene la práctica de leer cuentos a los hijos, antes de ir a dormir. Me atrevería a decir que nunca olvidan aquello, incluso quienes por circunstancias posteriores no leen. Este vínculo entre lector y auditor me parece determinante a la hora de formar lectores, pues es sabido que funcionamos por imitación. Si recibimos placer estético y sensorial al recibir la lectura de otros, es bien probable que repitamos la práctica.
Leer en voz alta. Ofrecerse, disfrutar con otros el placer que produce este acto. Todas éstas, características que me hacen pensar en promoverla este día del libro.
Para profundizar en las ventajas de la lectura en voz alta, se requeriría un artículo más teórico, pero de momento, instarlos a leer y leer a otro. De verdad, van a disfrutar, ambos.
Nada, que tengan un lindo día del libro, que reciban una rosa, que haya mucho para leer y que seamos felices con la literatura, que para eso está, entre otras cosas, aunque a veces lo olvidemos.

4 comentarios:

DianaCB dijo...

Que conste que lei todo tu escrito, me encanta tu franqueza la forma que tienes de expresar lo que te acontece.

Saludos!

elalcaravan dijo...

recuerdo que cuando chico, le leían o más bien me contaban cuentos, ya que mi abuela se sabía cuentos de memoria, leer propiamente tal, sólo leo revistas, ya que son artículos cortos, los libros los escucho en casettes o en cds o por interned.

Remus Albus Vel dijo...

Mil gracias por sus prontos comentarios. Hacen que se reduzca mi culpa por haber escrito un texto tan largo:
Diana: Espero que no te haya resultado tan tedioso. Gracias por la buena onda y por pasarte por acá.
Cariños y nos veremos en el coro, si es que nuestro maestro me admite en mi dispersión y locura.
Tetsu: Dale. Comprendo, siempre es bueno un descuento, supongo.
Sí. Creo también que sobre el libro como objeto hay una romántica concepción que no ayuda al pensar en si leen o no las personas. No comparto, lógicamente, tu perspectiva de la escritura y lectura, pero creo que lo he explicitado demasiado para entrar en ese diálogo.
Sí. Tu círculo vicioso es también algo egocéntrico, Digamos, ¿no? Y no me parecías cerdo ahí plasmado. De hecho, las veces que le “leíste a mi grabadora” estaba yo presente por lo que la máquina pierde relevancia. A mí me encanta que me lean, al márgen de que se vulnere el ego propio por escucharse.
Algo recuerdo sobre esse comentario de la pérdida de la lectura inocente. Comparto aquello, más aún con esto de los estudios sicoanalíticos de Lij que he tenido que leer últimamente.
Síp, comprendo que te aburran; no es tan fácil cuando uno es visual .
Ya loco, un abrazo y nos vemos. Gracias por comentar.
Alcaravan: Síi. A mí también me leían antes de dormir, antes de almorzar y a media tarde. Molestaba mucho por ello, ¿Sabes? Pedía y pedía hasta que lo lograba.
Saludos saludos.

don gato dijo...

gracias por lo escrito, me parece notable y como dice Hamlet, el resto, es silencio